Es pertinente preguntarse hoy por qué el cristianismo, en el momento en que se aposentó como civilización, es decir, cuando se erigió como única verdad fundamental con la que marcar el rumbo de la historia consiguiente, se afanó en desacreditar a los alquimistas y convertirlos en charlatanes a los ojos de críticos posteriores. Es pertinente porque la alquimia, que emana de inquietudes universales que arrancan en la Edad de Hierro, adquirió su punto álgido como respuesta informe a un momento de crisis de civilización que generó un clima de sincretismo similar al proceso de secularización que recorre hoy el mundo: gestó su corpus fundamental de una mezcla de antiguos misterios, neopitagorismo, neoorfismo, astrología, sabidurías orientales reveladas, gnosticismo, etc., en una época caracterizada por crisis, sobreinformación y recelos.
Los primeros indicios de alquimia surgen de una actitud universal de reverencia hacia lo mineral y, en general, hacia la Naturaleza. Emergen del respeto sagrado hacia un objeto extraño que no pertenece al universo familiar de lo orgánico, que se inscribe en otra temporalidad y que por lo tanto se erige como símbolo de la trascendencia. Fue la misma admiración que llevó después a los románticos a caracterizar el paisaje natural de sublime y a obstinarse a reproducirlo mediante el arte.
Y es todavía la misma admiración que sirve de primer motor a la práctica artística de Guillermo Moreno. Sus viajes en solitario a diversas cordilleras le llevan a enfrentarse íntimamente a algo que le trasciende: formaciones rocosas que, para lograr su estado particular, han debido inscribirse en una temporalidad que no nos es propia, un tiempo de centenares o millares de siglos.
El romanticismo, en un continuo intento de tornar comunicable la impresión de trascendencia que inundaba al artista, insistió en representar el paisaje natural, delimitarlo, domesticarlo y exhibirlo en un entorno controlado, una solución que no dejaba de ser problemática –ya entonces, apuntó Kant, porque nunca estuvo resuelta la traducción de la universalidad de lo sublime a la subjetividad de lo bello; y más todavía después, con la crisis y la ulterior caída definitiva del paradigma de la mimesis.
El proyecto Gray Ridges, Sounds of Feeling (Mild Synesthesia) propone una nueva forma de traducción de la aprehensión originaria de la trascendencia a un estado comunicable, una nueva forma que es en realidad ancestral porque reivindica la transmutación metafórica en lugar de la mimesis. Su título y subtítulo no deja lugar a dudas: el color se mezcla con el contorno del objeto, el sonido con el sentimiento en un vaivén sinestésico de continuas transformaciones. Este es precisamente el movimiento que aleja al artista de los románticos y le aproxima a la práctica alquímica.
La alquimia trata de la transmutación, es decir, de forzar la transformación de los estados de la materia para llevarla a la escala humana. Trata de una comprensión profunda de las leyes de la naturaleza y, en última instancia, del tiempo. Trata, al fin, de algo mucho más interno de lo que a primera vista podría parecer: de la fusión de uno mismo con el mundo.
Uno de sus axiomas fundamentales fue enunciado por María la Profetisa, fundadora alejandrina de la era más fértil de la alquimia entre los siglos I y III, e inventora de diversas prácticas químicas que, como el baño María, siguen utilizándose regularmente. Ella enunció que “el uno se convierte en dos; el dos en tres; y del tercero sale el uno como cuarto”.
En términos psicoevolutivos, cuando se da el estadio lacaniano del espejo en que el niño percibe su propio reflejo por primera vez, el objeto se escinde del sujeto y surge la dualidad. Pero inmediatamente surge también la evidencia de que la propia escisión requiere de un medio: el espejo, el lenguaje, elementos terciarios que posibilitan precisamente una comunicación fluida entre dos modos asentados en dos planos diferenciados, aislados, excluyentes. La última transformación hacia el cuarto, paso que el cristianismo hizo desaparecer al aferrarse dogmáticamente al principio trinitario, no era otra que la integración de la diferencia, la reunión entre el objeto y el sujeto con la que lograr de nuevo la unidad tras una escisión que ya se habría realizado: la harmonia mundi, armonía con el mundo.
Este es quizá el proceso de transformación más claro con el que puede definirse la alquimia, el axioma que demuestra definitivamente que en sus intenciones la transmutación de la materia no era más que una obra mediante la cual el alquimista pretendía transformarse a sí mismo en relación con el mundo. Al manifestar lo sagrado e incorporar lo trascendente en un objeto mundano, depositario a la vez de la termodinámica y de la eternidad, el alquimista ejecuta una ruptura de nivel tras otra.
Guillermo Moreno ejecuta continuas rupturas de nivel con su apacible sinestesia: la impresión originaria de lo sublime, en esos viajes pretendidamente solitarios, se transmuta en imagen fotográfica. Y esa, una vez de vuelta al estudio, se mezcla con el sonido para generar una imagen pictórica que ya poco tiene que ver con el original pero que permite al artista cruzar otra temporalidad para una posterior transmutación que generará de nuevo sonido, y luz finalmente, como al principio. Pero no se tratará ya entonces de una luz sublime para ser vista en una relación solitaria dual, del sujeto con el mundo, sino para trasladar a la comunidad la impresión originaria, incomunicable si no es a través de continuas mutaciones.
Mircea Eliade escribió que, para proveer los recursos necesarios para las ambiciones de la Revolución Industrial, la técnica debió secularizarse. “Por primera vez en la Historia el hombre asumió el durísimo trabajo de hacer las cosas mejor y más aprisa que la Naturaleza sin disponer de la dimensión litúrgica que en otras sociedades hacía el trabajo soportable. Y es en el trabajo definitivamente secularizado, en el trabajo en estado puro, medido en horas y unidades de energía, donde el hombre experimenta y siente más implacablemente la duración temporal, su lentitud y su peso. [...] El hombre de las sociedades modernas ha adoptado, en el sentido literal del término, el papel del Tiempo.”
Cabe poner atención a las transmutaciones de Gray Ridges, Sounds of Feeling, a sus rupturas de nivel desde su gestación a la exhibición colectiva, porque suponen una reflexión implícita acerca de cómo la técnica asume la temporalidad propia de la Naturaleza y la acelera. Al tornar evidentes los propios procesos de transformación, Guillermo Moreno devuelve al trabajo su carácter litúrgico y crea un nexo, en el que la transmutación se torna metáfora, entre lo sublime y lo bello, una suerte de guiño y revés al Romanticismo y a su paso, siempre problemático, de la subjetividad a la intersubjetividad.