Pere IV, 345 08020 Barcelona

El día que me preparé para morir con 5 años


Por Belén Soto, du-da.net

 


Pasé preescolar en un colegio de monjas. No sé de dónde salía mi rechazo a la feminidad, pero en esa época rechazaba todos los juegos que tenían que ver con ella –y a los que jugaban las niñas de mi patio: muñecas, cocinitas, peluquerías, madres y padres, desfiles, princesas... A la vez, también sentía un gran rencor y rivalidad hacia los chicos, así que me pasaba las horas de recreo pegándome patadas, puñetazos y tirando piedras a los más desafiantes y poderosos de la clase. Siempre llegaba a casa llena de moratones y heridas, y esta fue la principal razón por la que mis adres terminaron decidiendo cambiarme a otro colegio que se llamaba igual pero que pertenecía a la empresa de petróleo de la zona. La historia del día en que me preparé para morir corresponde a mi último año en ese primer colegio.

No todos eran enemigues, en clase tenía un aliado. Se llamaba Emilio, y quizás podría decir que me gustaba, que le habría dado un beso, pero eso es circunstancial porque lo importante es que Emilio era el acompañante perfecto para experimentar con los límites del mal. En casa y en el cole nos hablaban todo el rato del bien y del pecado, de los mandamientos de la tabla de Moisés, del cielo y el infierno. Nosotres queríamos saber qué se sentía al romper esas normas, al ser personas malvadas que podrían ser castigadas por el señor, así que robábamos material escolar y cuentos del aula y los tirábamos por la alcantarilla que había en la plaza entre la puerta del colegio y la calle donde nos esperaban nuestres adres para llevarnos a casa; nos poníamos en mitad de la cancha mientras otres jugaban y tirábamos piedras al aire, que caían a algunos niñes en la cabeza sin saber de dónde salían y lloraban con sus chichones; encontramos una paloma muerta en el váter del patio y encerramos a unas niñas en el lavabo con su cadáver...

Emilio y yo éramos cómplices, nunca nos delatamos, pero un día dejamos de serlo. Fue uno de esos días de lluvia en los que teníamos que quedarnos jugando dentro de clase en vez de salir al recreo. Estábamos chupando cosas: probando el sabor de la plastilina, de los lápices de madera con la punta recién sacada, del pelo de los peluches, del sudor acumulado en el pliegue entre brazo y antebrazo... Entonces, chupamos la mesa. Supongo que se nos acabaron las ideas de chupar o la profesora estaba demasiado encima, pero Emilio se quedó en silencio mirando al vacío hasta que se le cruzó la mirada. «Te vas a morir» –me dijo. «Chupar la mesa te mata en un día, este es tu último día y mañana ya no amaneces». Mi mayor cómplice me decía eso y yo confiaba en cada palabra mientras un peso ardiente descendía por mi cuerpo. «Pero tú también la has chupado, ¿tú no te mueres también?» Emilio fue tan rápido que no pude cuestionar: «no, hay un antídoto para el veneno que tiene la mesa: chupar la goma de este juguete». Emilio chupó la goma del juguete que tenía en la mano e inmediatamente lo tiró por la ventana. «Es un antídoto de un solo uso» –añadió. Se levantó y se fue a otra parte del aula, y yo estaba tan afectada que no fui capaz de perseguirle ni gritarle ni odiarle.

Me quedé sentada, asimilando la idea de que con 5 años mi vida ya llegaba a su fin. Imaginé morirme y no pude creer en el infierno ni en el cielo sino en cerrar los ojos para siempre. El negro, el vacío, el aburrimiento, la inmovilidad. Recordé las frases tan repetidas en los dibujos que veía en la televisión: «¡soy demasiado joven para morir!» «¡Aún no he conocido el amor!» Pensé en la muerte como esa siesta forzada de verano, cuando mi padre me decía: «me da igual si te duermes o no, lo que quiero es que lo parezca». Y me pasaba de 15 a 17 tumbada bocarriba en la cama, con los ojos cerrados, esperando a que pasara el tiempo sin poder jugar a todas las cosas que quería. Imaginé todas las cosas por las que quería seguir viva y crecer: ir el sábado al campo, terminar el cuento del pájaro, que me dejaran pasear sola, volver a pasar el verano en Aguilar con mi prima, bañarme en el pantano, visitar el perro ahorcado, conocer a personas que me gustaran, besar, abrazar, irme de casa, entender lo que papá decía que tenía que ser más mayor para que me lo explicaran... Estaba muy triste y ansiosa pero no lloré, sólo pude quedarme callada. No era capaz de manejar mis pensamientos y mi angustia.

Al terminar el cole, ese día no me quedé jugando en la plaza y fui directamente con mi madre a la calle donde me esperaba. Volví en silencio a su lado hasta casa, agarrada al cochecito de mi hermano mientras ella hablaba con una vecina amiga que también recogía a su hija de primaria. Comí lentejas sin protestar, pero sintiéndome desgraciada por comer algo tan horrible el último día de mi vida. Por la siesta, me fui a mi habitación a despedirme de las cosas que tenía más cerca: el peluche con un agujero en la cola donde escondía tesoros, la carta de mi prima donde me decía que siempre me llamaba por las tardes pero que yo estaba en extraescolares, las piedras que pinté el verano anterior, el despertador cuyo sonido se metía en mis sueños y me hacía ver un avestruz graznando, los animales que ponía en fila para construir mi carroza del oeste y las sillas con las que construía mi cabaña. No sentía que pudiera contar con nadie para explicarle lo que había pasado y buscar juntas otro antídoto, y no estaba segura de que las gomas de juguetes que chupaba en casa fueran válidas. Deseaba haber tenido más tiempo para encontrar a alguien que sí hubiera estado conmigo en un momento así, que me abrazara y me dijera que lo íbamos a resolver.

No recuerdo llorar, tampoco recuerdo bien cómo pasé la tarde más allá de la angustia y el silencio. Cenamos pronto y me acosté a las 21:30, ese día no me apetecía ver la tele en el salón. Mamá vino a acostarme y yo tenía mucho miedo de contarle lo que iba a ocurrir, imaginaba que se enfadaría muchísimo por mi irresponsabilidad y no quería morirme habiendo sido reñida. Me preguntó: «¿qué te pasa hoy mi tesoro?» Yo no pude resistir: «Mamá, si chupas una mesa, ¿te mueres?» –los segundos empezaron a tardar mucho más de lo normal. «¿Has chupado una mesa?» «No, sólo quiero saberlo». «No chupes una mesa, te va a doler mucho mucho la barriga. Vamos a rezar: cuatro esquinitas, tiene mi cama, cuatro angelitos, que me la guardan. Buenas noches». Me dio un beso y se fue al salón. Me quedé mirando a los cuatro angelitos que guardaban mi cama, que se parecían mucho a los dibujos de El Principito, y me hicieron un gesto de calma. Cerré los ojos y me quedé dormida.

 

 

Pere IV, 345 08020 Barcelona